sábado, 21 de marzo de 2009

Aunque estos textos ya no son los mismos, helos aquí como eran cuando entraron por primera vez en la red. Tienen un nombre:

Desastres

( I )

Del método del enamoramiento como asesinato de lo que verdaderamente ocurre. Si “la palabra mata la cosa” enunciar de manera constante lo que dentro del que ama sucede, pasa a constituir un trabajo equivalente a la construcción de un museo, en el que el que cree amar, taxidermista amateur, pretende encapsular, mediante evocaciones, a esa sustancia por naturaleza huidiza a la que nombra ensoñación, pero que sí tiene peso específico en el mundo que le rodea, se llama experiencia. Y bien puede tratarse de la sensación corporal más precisa e identificable como la caricia largamente perseguida ubicua en el pensamiento y que ocupa un sitio preciso en el tiempo al calor de “el sol de vidrio que devora las sombras”, o bajo cualquier árbol una tarde de lluvia; o del contacto casual con la mano de un desconocido producido al azar al recorrer las calles de la ciudad, lugar por excelencia indiferente.
Nadie quiere crecer, imagino, por eso todos buscamos ser acunados en el abrazo del amante, que, por el tiempo que dure, transforma la sensación de abandono que lo precede en una paz semejante a la que hace dormir al niño de brazos, cuyo corazón no conoce de soledades.
Es con estos materiales (vivencias, ensueños) que el que cree amar diseña su particular museo, lleno de silencio a ratos, pleno de esa música que a veces, en privado, nos permitimos tararear en voz baja, víctimas de una educación sentimental siempre deficiente e incompleta.

Sept. 2, 2008.


Desastres
(III)


¿Será el Nirvana lo que busca mientras mira? Insisten sus ojos atentos aunque sabe que toda interrogación es sólo la máscara de lo que no ignora quien así se acerca con más insolencia que curiosidad al objeto. “Tengo para mí”, dice en voz baja, aunque la frase le parece haberla leído en alguna parte. Tal vez sabe que sólo lo hace para darse tiempo a pensar, o para elaborar en palabras lo que su mirada ya le dijo al observar sobre la plancha de acero el objeto, más que visto, reflexionado. Quizá finge un poco ¿posa la actitud del gran pensador?, se imagina ser coleccionista de ideas, imágenes, como la de aquel leve objeto que no levita pero parece (sordo a toda ley). Coleccionista de figuras, de percepciones más bien, taxidermista frente al fenómeno del que deviene, como fabricado, el diminuto objeto inclasificable. Sabe que según el tipo de imágenes coleccionadas, o de ideas almacenadas entre las paredes de su cerebro, así de importante puede ser su investidura. Lo sabe y se ríe, las jerarquías le parecen cosas llanas, como esferas de plástico de colores. ¿Guardián de nociones? Aunque finge lo contrario, hoy su principal tarea es dar la espalda al pequeño objeto que, él lo sabe, lo mira, como meditando, sobre la plancha de acero, acunado en la mesa de operaciones desde la que detenidamente observa a quien lo ve. ¿Quién interroga a quien? A solas ambos bajo “el sol de vidrio que se come las sombras”.
4, Sept. 2008


Desastres
(IV)
¿Quién se come la vida?
No tomará más en serio preguntas como ésta.
Algo se va moviendo ahora dentro de su pecho. Ha escuchado una voz ¿amada? Y se propone deshilar el instante, desconocerse, o darle forma al temblor que ahora le habita. Pero no hay manera. Si “la palabra mata la cosa”, no quiere matar lo que siente, quiere sentirse verdaderamente dentro, desbordarse. Sabe que eso es una sed, y nunca ha ignorado su tremenda sed de poseer y ser poseído, como si existir simplemente no fuera suficiente magia, como si necesitara establecer un parecido con su conciencia y las nubes que mira tras sus lágrimas. Se deja estar así, sabiendo que no se es lluvia por sólo un acto de voluntad, que la muerte… que la luz… que el tiempo… ¿pero qué más da una o cientos de certezas? No ha adquirido la costumbre de rellenar sus horas con plenitudes más o menos afines a lo que todo el mundo conoce como placeres o virtudes, no encuentra interés en ello ahora que plenamente es poseído por la voz, a eso atribuye la sensación de fuentes de luz irradiando desde su pecho, a eso que le repose la voz sobre la piel del silencio, es esa debilidad que le aprieta los brazos, y aunque sólo han sido palabras comunes, es el sonido, es la música que se hizo en el viento, es la terca casualidad que le toca una y otra vez y no es sino recuerdo, le hiere pensar que no es presente ni lo será.
¿Abandonarse al futuro es madurar? Saber que se cierran las puertas porque llueve, que hay que cubrirse la espalda. Pero un día se suspenden las ceremonias de lo cotidiano porque de repente un sonido viejo, amado, abre su cauce hasta donde se finge ser. Es esa voz una especie de alimento, no puede ignorarlo ahora que la percibe otra vez. Y se lanza al silencio, escucha sin moverse, sin apenas respirar porque esa voz, de nuevo, le ha tocado. Como si traspasara su corazón. Como si hollara toda la tranquilidad que cada día inventa con paciencia para poder ir viviendo, para decirse que así hay que estarse sobre la tierra, porque la angustia es un sitio inhóspito, un traje que le aprieta, una máscara de silencio abrupto que le impide respirar. Eso no le abre las venas, pero le desangra por dentro. Así siente. Así lo vive.
Hoy no le viene gana de mirar sus manos ni de arrebatarle a los minutos frases porque esa sed, esa necia necesidad de ser la sed de unos labios y la certeza de no ser el beso para siempre le rasga más allá de lo tolerable. Lo sabe. Lo siente y se ríe. Es tan arduamente absurdo lo que siente que no le queda sino reír, burlarse porque lo que sabe lo han dicho cientos y no importa saberlo, sino sentir que no se es caricia si el otro no tiende la mano para tomar la suavidad que se ofrece como ritual para consagrarse a lo sagrado, a lo único sagrado que puede entender: Amar.
¿De qué se hace un atardecer lluvioso sino de melancolía parda de ceniza? ¿De qué se hace el desamor sino de posesiones perdidas? (“Tú eras mi posesión más amada. Pero nunca fuiste de mi propiedad, jamás. No lo hubieras permitido, aunque lo desearas tanto como yo.”) En cierto punto del extenso territorio que les une y no, ese alguien está. Imposible tocarse. Siempre negaremos la existencia del otro, porque la ausencia, esa costumbre insoportable del desamar, enloquecería, si no fuera porque es hábito nacer solos. Y así morir.
Nadie sino el tiempo se come la vida.
Sept. 18, 2008

Desastres
(VI)
Desciendo… buena palabra, a la manera antigua, de iniciar un poema, o una de esas afiladas y concretas figuritas que tal vez recortaba del papel sólo para mirar mis manos viviendo y luego eran teñidas (en algún sueño, lo recuerdo) de beligerantes tonos violeta violento o amarillo hiriente, pero no hay más de esos juegos en esta noche con un trozo de luna solamente y cientos de sonidos de más… si descendiera ahora, quizá podría internarme en los caminos que ciertos conejos hacen para matar los árboles, o hallaría en esos túneles profundos algo con más sustancia que la piel de nube de un sueño… así es que pienso en tópicos para que los sueños no me envuelvan y quede transformada en más cómico que temible fantasma, pero sé que sigo jugando; me lo permito, porque bajo el sol de vidrio que se come lo obscuro pienso en palabras antiguas y me sonríe un tono verde desde la caja magenta que lo contiene. Pero el tópico es importante, pese a lo antiguo de su olor: “cómo mantener la libertad de espíritu en un mundo que no es libre”. Dan ganas de hacer una junta de personajes en la estancia libre de la memoria, dan ganas de pedirles se vayan a cabalgar un rato aunque parezca que lloverá temprano, quizá en el contacto de sus cuerpos con el cuerpo del caballo y de su vista con el verde esmeralda de las montañas, encuentren mis personajes una respuesta más exacta al tópico que por ahora masacra mi pensamiento, y quizá tal desastre no ocurriría si no viviera en un hervidero de cobardes, aunque yo, con el yugo bien puesto, sigo gritando que nadie va a domesticarme.
Libero pues la retina del esmeralda de las montañas y regreso al blanco y negro del documento a terminar, al amarillo inevitable de las carpetas, al curioso ocre de ciertos frutos, y miro las cicatrices en la piel de mi brazo izquierdo como quien busca un argumento, pero me quedo con el rojo ladrillo de mis uñas, con la certeza de pertenecer al viento, al frío nutricio de la mañana, a la conversación a solas con las nubes del mediodía, a un incierto señor que se ríe cuando le pido me conteste una pregunta, a la euforia que es tan fácil regalarme, a una voz que se quiebra en la distancia, a ciertas condiciones que se llaman simple y llanamente: “nuestras cárceles elegidas”.

20-Oct.-08

Desastres
(VII)
De por qué el tiempo niega lo sagrado
Arrastrarse bajo la lluvia. Buscar la lluvia para dejar de ser. Beberse la oscuridad para, lentamente, diluirse en lo anónimo.
Ser como diapasón cuando la ruta cambie. Entender entonces que las señales del camino las ha puesto el tiempo, o aquel que de madrugada pasó cerca de mi ventana, y sin cuerpo, sin voz real dijo: “Escríbeme”.
Y conservar, voraz, la llama no como deslumbramiento, sino como luz que guía en su lenguaje de sirena breve, de flor por primera vez descubierta, porque lo he sabido, lo pude ver, tienen las rosas una manera tenue de mirar, de dejarse mirar, guardan en sí diminutos obeliscos, casi secretos signos, que de no tocarlos con los dedos, no sabrías que están allí, escondiendo, sí, al minotauro y su hilo de seda.
Atrapar la palabra que diga de otro modo tiempo, restablecer la angustia que se te sale del pecho como un centenar de caballos blancos, y saber que eso es el tiempo, escondido tras el brillo de una máscara, porque ya no buscas el por qué sino sólo la llama, el fuego que sí, ilumine y transforme en cenizas la caza de tu infancia, la frágil barca que eras cuando las olas del pensamiento te movían hacia islas desiertas, hacia el corazón de flores blancas, donde dormir plácidamente arropada por el amor de los padres que mata sin negar el tiempo, sino construyéndolo con sus palabras: haciendo con él el muro para esconderse, para no ser el ave que extiende sus alas del tamaño del cielo y hacia él se lanza, para tocar el sol, sólo para ser.
Saber entonces que el tiempo puede tener otros nombres, alzarse, abrirse para que mane el sentido, o lo absurdo, lo tenue, la milenaria duda que somos, la certeza de papel de china que da cuerpo a lo que somos.
¿Ves cómo no soy nube, ni el tiempo esta cosa constante que suda con mi sudor y se abre cuando abro los ojos cada mañana?
Lo sabes ahora, lo sé yo, soy y somos capaces de bautizar otra vez a la niebla, digo mi nombre y digo tú, me ahogo en metáforas y es en tu sangre, en la que va por tus venas, en la que nado hasta el feliz puerto de tu corazón o tu muerte, que es la mía.
¿Hay algo más sagrado que la muerte? ¿Más tremendamente definitivo? Mira, quizá el tiempo: o como alguna vez alguien dijo: “Ni siquiera el tiempo”, no sé, digo no saberlo y sabes que miento, porque sientes lo mismo, lo único que no puede tener otro nombre es la muerte porque, aunque lo entendamos, o finjamos entenderlo, la ausencia de tiempo, de luz, de agua, de mirarnos, eso será no vida, es decir, muerte, y lo sabemos, pero no lo sabe nuestro corazón que se negará a morir aunque pasemos de los noventa y siete años, te lo aseguro.
Concluyo: El tiempo no niega lo sagrado, sólo lo niega la muerte, cara como es de la nada; y he aquí que podría y puedo continuar hasta desangrarme, hasta que no sienta cómo la mano sostiene la pluma, y volveré a decir, como no he cesado de hacerlo hasta ahora: Lenguaje, háblame, dime que la libertad existe, que hay maneras de tocarla, de vivirla y que no sólo de palabras se forma.
Decimos el lenguaje y yo nuestras cosas, y verás, hasta ahora, no hemos logrado un consenso, o tal vez hay algo en lo que coincidimos: no es el tiempo el que niega lo sagrado, es esa cierta ceguera que a ratos me viste, es la manera redundante en que tejo telarañas frente a mi rostro, para que nadie me vea.
¿Y si me arrancara la máscara y fuera por todas partes con la boca llena de palabras obscenamente temibles como Libertad? Diría: La libertad no sólo de palabras se forma, compuesto químico que es, libre antropofagia que reanuda sus caminos cada tanto, porque se me muere en las manos si divago, se me convierte en silencio al menor roce de la soledad. Yo abriría la puerta, de hecho la abro, y me voy, lo más lejos posible, pero eso no es libertad, porque las cadenas siguen firmes dentro, no hay manera de huir de mí, no hay frontera que traspase si no les digo a los que me ordenan con voces amorosas que resuenan dentro: “no vayas por ese camino”, “no convoques esa mirada”, “deja de sentir tu corazón”, “no digas esa palabra”, “no afirmes que no sientes vergüenza…” y así hasta el infinito, hasta la suave mención, por suaves voces interiores que te piden descanses, comas, seas gentil y educada, así, hasta que salgas de debajo de la cascada que son esas voces y la mires cómo cae sin mojarte, cómo crea un río que irá a dar al océano de la nada, mientras tú, serena mirada, voz propia, guardas silencio.
¿Cómo aprender a distinguir las propias mentiras? La no respuesta a esta pregunta es el desastre.



Desastres
(X)
Oler, oír, mirar cómo se hace el trabajo irreflexivo y brillante de descomponerse en sílabas, haciendo hacinamientos de breves sentencias secretadas por el preciso órgano originado ombligo adentro, y resarcirse así de ser lo que no se ha deseado, resarcirse de no tener unas alas transparentes, de no ser la libélula libre lisonjeante que libra lisis como lirios loreantes ambiguos términos calcinan con su caricia tras la careta del instante, previendo que ver, oir, mirar, murmurar, no aseguran el haberse llamado ser vivo bajo el sol de vidrio que se come a puños el oscuro miembro antiguo con que decimos soy, ocultando el propósito genuino: rendir tributo a nuestra lengua (la que lame lenta lances carne adentro y se aventura hacia la orilla de la semilla como sencilla flor muerta, atardecida).