domingo, 4 de noviembre de 2018

Como quien mira una imagen

Escribir como quien comienza a deshacerse, creer que se pueden desprender las capas de lo que se es... ¿es posible imaginarse a uno mismo como una parada... como un instante irrepetible...? Sentarse ante el silencio nunca puro, atravesado por ruidos de ciudad y pensamientos inconclusos.
     Escribir como quien mira una imagen... Escucho que la lluvia viene, sé que vendrá, luego pasará. Es así todo. Vuelvo a morir. Es imposible pensar ahora que simplemente todo se diluye, que un sencillo sueño puede ser un trozo de eternidad en el que disolverse. Escucho el sonido de las nubes, la lluvia vino y no se decide a irse, ni a transformarse en tormenta... en el cielo las nubes se desgajan y eso hace un sonido.
      Deliro frente a una imagen de naranjas poderosos en los que un árbol se dibuja concreto frente a montañas disueltas en resplandores... de lo que no se podría hablar sería del gesto de unas manos... de este poco de lluvia que se seca en mi espalda. ¿Por qué tendría que poner  mi cuerpo para mostrar lo inexpresable? Ahí, en la que llamo frente el espejo mi mirada, esa que es mía sólo porque puedo decirlo... sé que también una imagen de líneas delicadas podría explicar que ese sonido del cielo retumba en mí, encuentra su equivalencia en este silencio que me inventa. ¿Conoces el sabor de la incertidumbre? Acaso sólo unas cuantas líneas concretas podrían redireccionar mi pensamiento e intentar un auténtico diálogo... ¿Qué podría tomar de  mí para dártelo? No soy un universo pleno de mar y rocas, de flores abiertas al sol, no soy una ciudad llena de luces. ¿Soy una ventana hacia otra luz, hacia un océano incierto? Viviría de tu sed de mar, haría las veces de la marea en tus brazos, me hundiría en tus piernas para hacerte saber de otras edades, otros tiempos, quizá sólo para saber que puedo ser un  jardín secreto, una luminosa duda que ocultas tras ese gesto tan seguro que hace de ti lo que la imaginación dibuja. ¿Imaginarte es conocerte?
     Clavo estos clavos en mí. Río de tanto despropósito: tomarte por lo que no eres, hacerte ser en mi la sombra de un fantasma. No son necesarias ninguna de las palabras que me sé de memoria para ocultarme en ti, para transfigurarte en esa ciudad de altas construcciones de cobre, de fuertes envueltos en enredaderas tras las que puedo tocar eso que brilla en ti bajo tu piel y lo veo, toco tu resplandor si toco tu pecho, cierro los ojos para mejor ver que eres un país de paisajes dorados y tibios, que eres todas las edad y los seres, sólo porque morirás como  yo, sin saberlo. 

jueves, 20 de septiembre de 2018

Tarea


Ser en esencia una rata acostumbrada al hedor de los abismos. Recordar el abecedario y seguir su curso como un río de aguas negras. Jugar al pequeño dios de los conflictos y hacer que se mueva el tiempo de atrás para adelante y zigzagueando, como si el sol saliera a la más mínima seña de mi pata izquierda.
            Escurrirse por los meandros de los líquidos que rodean mi cerebro. Proyectar la próxima trepanación con toda astucia. Reconvenirme a la hora precisa porque el olor del pan obliga.
            Reaparecer sin sorprender. Esclerotizar o erotizar, escandir la esencia de lo que sólo son líquidos en el cerebro, reacciones químicas en torno a las circunvoluciones donde giran todos los eventos que forman nuestra historia: Estruendos, reguero de recuerdos; recogerlos para armar un ramo de espléndidos amaneceres y decir luego, acariciando los pétalos de soles recién  nacidos: Vine al mundo para matar al olvido, para hacer que nazcan nuevos amores, cuyo cuerpo es de palabras. Nací para ser arrancada de la nostalgia.
            Para que los temores huyan ser la majestuosa carabela de madera oscura, donde zarpen todas las ratas del mundo y me hundiré en el momento exacto, ahíta hasta los bordes de mansedumbre, de la euforia de las ratas ante la muerte inevitable.
            Insoladas mandarinas desde el cielo contemplarán ese espectáculo del navío que muere con todas sus ratas, tragados barco y bestias por el amado mar bajo el atardecer más hermoso que jamás el universo viera.



Definición falaz


Y no huiré de mí. Eso nunca. No puedo. Me enseñaron a aguantar el dolor y decirles a los demás que no pasaba nada. Supe que sonreír oculta perfectamente cualquier tristeza. Aprendí a llevar el mar conmigo, a atesorar cadáveres de insectos porque representan a la perfección mi incapacidad de hacerme indispensable. Conocí el temor de confundir soledad y libertad. Grité en nombre de la primera pretendiendo defender a la segunda, y entendí finalmente que soy el viejo castillo donde los fantasmas de una y otra se pierden, se encuentran en sus pasillos y sonríen con gentileza. Porque no hay oscuridad que las atemorice, ni ruidos extraños que las perturben. Ambas,  mi brazo izquierdo y derecho, me ayudan a sostener el tiempo; ambas, mi pierna derecha e izquierda, me llevan con un ritmo perfecto de tijeras bien afiladas a donde digo debo ir, porque entre el deber y el placer, danzo un swing bastante aceptable y me alejo así, con paso tranquilo, de todo manicomio.

domingo, 29 de julio de 2018

A efectos prácticos... fragmento

III.


…ante la presencia pura, mutua; mutamos en viajeros del poliedro que se mostraba ante nosotros desde el cielo, una energía nacida del discurso en que íbamos penetrando hizo aparecer arcoíris, nubes y mar calmo en el cielo, nada que no pueda ser comprendido por esa presencia que invocamos y encarnamos en el corazón del azar, lugar donde no es posible decir “soy”, porque inmersos ahí todo era nosotros, grito y beso, caricia; sitio donde el temor ha muerto; paraje para planear como diente de león, impulsado por vientos fríos, cálida sensación de pertenencia porque “ante” y “dentro” fueron también uno, no palabras enemigas, sino caras de un poliedro de lados innumerables, como innúmero es el acto desplegado en interminables actos apenas perceptibles en la imagen de un rostro, en la sensación de acariciar un oído, en la repetición incesante de un gesto semejante a la danza originaria del mar; no hay caminos cerrados a esa sensación innúmera de ser el otro en su esencia, en su raíz más honda; y ante tal realidad el lenguaje que sirve para decir agua y sed; palidece, se repliega, abriéndose a la vez en verbos recién nacidos, en vocativos impronunciables, adivinados sólo en una mirada, en la posición de las manos, de los labios, en el minuto del beso que también es innúmero. ¿Qué universo tomó cuerpo aquél instante que fue un día que contuvo todo un siglo de vivencias, cómo ha de entenderse esa fracción de tiempo, qué necesidad lleva a querer nombrarlo? Es el deseo de que su eternidad no sea diluida en el correr de las horas, es detener el cauce de ese río en el que fuimos piedra y agua, arcoíris y mar desmayado en el cielo, ¿por qué dibujar cartografías en la piel de los labios, en el cabello durante su danza con un rostro que eran todos; en el movimiento apto para alimentar o dar muerte al uroboro, por qué nombrar al prodigio? Por un hambre que va más allá de la epidermis y ordena que todo milagro debe ser sopesado con la ilusión de transformarlo en dibujo que pueda ser reproducido; pero ese padecer es tan ingenuo como el calcular el perímetro de las olas, tarea de la más plena locura; porque de infinito no somos pero sí, lo somos, ese día donde siglos fueron vividos da cuenta de que es así.

I.

Somos el vocabulario del infinito, la conciencia deseante que lucha consigo misma, ebrio error del pasado y lúcida ergonomía de la eternidad, hacia el centro de nosotros mismos corremos inmóviles. Yo no día creer que todo eso fuera cierto, por eso chocaba con tu cuerpo en la escalera y prefería alejarme. Me desbordaba, me desbordabas, era como un vaso lleno de realidad. Pero mira, en medio del ruido de un mercado siento venir al silencio, lo acomodo junto a mí, le haga lugar ahí, donde estoy, donde soy. Sé que el agua ha vuelto a ser el agua, sólo me contiene, me abrazo mientras braceo hacia la orilla. Estoy respirando, conteniendo la respiración, dejando a mis pulmones que esperen, como espero yo, de pronto el cielo es sólo ese lugar donde un par de aves planean mientras siento en mi espalda la dureza del piso, el frío. Es sólo un minuto lleno de trinos de pájaros que no veo. Entiendo que el silencio  me acompaña, le digo muy quedo que yo puedo ser una palabra, él se ríe, sigue sin decir nada, esa es su naturaleza, la mía es desdoblarme en las palabras que soy las que no entiendo, mientras un viento frío toca mi brazo izquierdo. Hacia el dentro camina esa voz que somos, yo te pregunto y sueltas una risa tenue, aminoro el paso entonces, juego a ser invisible, me callo también. ¿A las palabras qué…? Ella no tienen miedo, no saben a qué sabe, han reptado despacio por la escalera y ya se me suben por los pies, danzan sobre mis piernas, rodean mi ombligo, las siento en la espalda, son suaves, en mi cuello se divierten jugando a los diptongos, se enredan en mi pelo y bordean mis orejas, ya están en mi frente y nada comunican, sólo su existencia que es la mía, que es la nuestra, porque somos siempre otros.

II.

No hay eternidad disponible. Somos palabras como frutos de un huerto, algo así dijiste, algo así entendí. En la dura tarea de desaprender me regalaste un montón de palabras. A veces sí puedo reír de mí. Cuando no eres de nadie puedes ser de todos. Eso es verdad. Vecinos cercanos del infierno, sin querer replicamos las voces adoloridas; nada nuevo, tal vez efecto de un eco involuntario. Sentarse y oír el silencio. ¿Difícil? A veces. Demasiadas veces he dejado mi cuerpo a la orilla de recuerdos vagos, de sonrisas difíciles. Nada como desear la muerte para odiar la vida, sin embargo, pese a todo pasa un ángel y se recupera la compostura, se olvida uno de uno mismo y vuelve a cantar canciones como quien se pone ese vestido que le dijeron va bien ahora que hace calor, ahora que hace frío. Se desaprende, se reajusta, se encomienda uno a los dioses más diversos, si es necesario los inventa, porque de padeceres está lleno el cielo (ése que nos dijeron que nos será dado luego de jugar al masoquista en esta tierra) de padeceres suavizados por caricias de ala de ángel, y si será entonces, ¿para qué esperar?, ¿por qué no reacomodar las sílabas de las escrituras –sagradas o no-? Intervenimos entonces el mausoleo, dibujamos lentes y orejas de marciano a los dioses que nos dieron, le rodeamos los bigotes de espuma a los más sacros filósofos y nos acercamos a los adoloridos miembros de esa pléyade de sufridores sonriendo sarcásticamente; nada nos detiene, nada nos arredra, desparasitamos nuestro espíritu y volvemos la vista hacia nuestros propios intestinos prístinos, desecamos la ausencia, nos tragamos las lágrimas de cocodrilo o de lechuza, de los animales varios en que nos vamos trocando. ¡Ah la brisa marina nos hace estrellas de tentáculos suaves! Nos infla los pulmones como las alas del velero, transmuta nuestros brazos en los leños para acunar al primer Robinson que en el imaginario pace como dulce animal enamorado de la hierba. El aire de la montaña nos hace correr como a esas alimañas tiernas que se ocultan bajo las piedras. Somos el más taimado y feroz pintor de cuevas rupestres, cortamos las manos de los muertos y con ellos hacemos los diseños más audaces, no porque amemos la sangre, es sólo que el arte es el que rige nuestros días, por eso, siendo otros y como siempre el único y el mismo, vamos por las ciudades y vemos pasar un ángel, inconscientemente entonces cantamos: “No se ha dado cuenta que , que en mis pensamientos, me gusta, no se ha dado cuenta que le amo, que cuando pasa la estoy mirando, que estando despierto la estoy soñando. Que de mi vida ya se ha adueñado, que en mis pensamientos, ella siempre ha estado”.

viernes, 30 de marzo de 2018

Uno hace lo que tiene que hacer


¿El mundo es un lugar tan insoportable que no es posible habitarlo sin una sed intensa de no estar?
Viene la pregunta porque los veo ensimismarse, no es posible que la sangre de los que huyen permanezca pura.
Yo no huyo, recordaba anoche, mientras moría, como fue el último día de mi vida: Alguien mencionó al hombre que les tocaba las manos a las niñas pequeñas, que las abrazaba y ellas huían ¡Pobre hombre necesitado de afecto¡
¿Es que nadie sabía que a esa edad necesitaba ser amado? Es que nadie tiene piedad. Es eso.
Simplemente entrar en la noche y desvanecerse. ¿Es todo? Es todo y es simple y no es nada. Hay quienes dicen: “No es para tanto”, es así que vivimos, imaginando que es posible todo y nada tiene remedio. Así es el mundo. Llenémonos de lugares comunes entonces el pecho, el pensamiento, la rabia, sabemos de sobra que toda rabia es inútil ante la nada.
Mi último día en la vida fue un sereno estar, un ávido leer sobre la muerte. Yo había amado antes. Todos lo hemos hecho. Es sólo que pretendemos no hacerlo. Nos escondemos en nuestros errores, y desde ahí, como tras árboles corpulentos, nos ocultamos de la verdadera vida, que, supongo, es equivocarse. Pretendemos alguna vez que todo salga bien. Queremos que nuestros sueños se cumplan, pero eso es imposible, porque hemos soñado siempre ser dueños de otros. Y la única dueña de todo es la muerte.  Por eso él murió. Por eso el último día que estuve en la vida supe del hombre que acariciaba las manos de las niñas pequeñas, y ellas, asustadas, huían.
¿A dónde envié yo a aquel mentecato a escribir el libro de nuestras conversaciones? Lo mandé al silencio, de donde quizá jamás debió haber salido. Porque lo tuve por un dios. Y es de risa loca. Es tratar de pagar el boleto de entrada al manicomio. Nadie paga por eso. Pero yo me empeñé durante un buen año en pertenecernos, cuando él era sólo de su ego y yo de mi engaño, como quien pertenece a una secta, yo pertenecía a mi autoengaño y él era bienvenido a hacer su papel que tan mal jugó, si lo hubiera hecho bien aquí estaría y no lo hubiera enviado a escribir el libro de nuestras conversaciones. No era difícil, eso pensé, pero para él sólo fue imposible. No estaba en su naturaleza, dijo. Y yo seguiré pensando siempre que el último día de mi vida él no estuvo en mi pensamiento, y eso está bien. Estaba la imagen de mi cabello derramado sobre la almohada, estuvo el recuerdo de mi muerto más amado. Porque sólo él ha dado el amor más perfecto. Nadie ama más que un muerto, nadie da los silencios perfectos que todos necesitamos. Yo necesitaba su cuerpo y él ¿qué de mí? Todavía no lo sé. No he de saberlo nunca. Y frases como éstas me encantan. Me enredo demasiado para no saber que soy yo quien teje la telaraña. Y que la saliva con que hago las redes que me introyectan y me disparan hacia el pensamiento de otros con quienes no he de conversar ya, es la misma con la que saboreo el delicioso aroma del silencio, donde he de quedarme hasta nuevo aviso. ¿Creo en la reencarnación? A estas alturas no creo en nada, sólo en mi decisión de quedarme parada en seco. En silencio, como corresponde a los muertos. He de hacer lo que se debe hacer por una vez. Callarme. Escuchar las voces de otros muertos contando parsimoniosamente sus andares por la vida. Callarme. Ahora que una música telúrica se me viene encima. Ahora que esa voz grandilocuente dice nada. ¿Puedo ser un muerto silencioso? Nadie ha dicho que los muertos no se pasan el tiempo cantando a voz en cuello hermosas arias. Nadie ha dicho que los muertos no saben aporrear las teclas de una máquina para verbalizar así sus hondos pensamientos, haciendo una gruta dentro de quienes leen, una gruta dentro del pensamiento, dentro de los recuerdos que se esconden en los pliegues del cuerpo, esos lugares donde, dicen, duele la ausencia.
No desespero de mí. Me he tomado la medida. Abro y cierro los labios, puedo hacer lo mismo con los pensamientos. Lo importante es estar consciente. Saber que el último día de mi vida no pude dormir, que era de noche aunque fuera el último instante, que todo instante tiene su reflejo en el tiempo, que nada es sencillo, o que todo es de una simpleza apabullante, como este sol que pinta de blanco la barda donde se dibuja un cuadriculado perfecto, ese haz de luz que hace mi cárcel, libremente elegida para no derramarme en el mundo, para no huir de mi misma corriendo con los cabellos al aire igual a esos fantasmas, los más amados, los que más aman y han olvidado morir en su intento por seguir amando. ¿Qué era amar? Ellos no alcanzan a hacerse esa pregunta, pregonan por los caminos de la noche y el sueño su insensatez, su incredulidad ante la inexistencia propia. ¿Cómo es posible una traición de ese tamaño? ¿Quién, como dijo Barthes, fue capaz de inventar al mismo tiempo el amor y la muerte?
De naturaleza insomne, de huellas de sueños no advertidos, de clara influencia megalomaníaca se visten los  dorados visos de no ser nada, ese tópico tan universalmente desprovisto de gracia. Nada y todo. Miseria y maravilla. Asco ante la muerte. Desmesura. No hay acto más desmesurado que morir.
Estos son días de morir, por eso he muerto anoche, por eso me transformo en solo sonido y lo que amé se va convirtiendo en telaraña. Puedo argumentar el resultado de todos mis errores, puedo traducir a golpes de pecho cada estupidez cometida. Y no es necesario. Ahora lo sé.  No necesito retribuir a la vida nada, ni ella a mí. Cargo con mi condición de cadáver como antes cargué con la falsa certidumbre de no morir nunca. Sé que cuando llegue el momento ni me daré cuenta. ¿O sí? Supe anoche claramente que fue ese instante, que hasta ahora lame mis pies como el mar, que fui besada dulcemente por la muerte y me transformé en otra cosa, en algo distinto a este verbalizar sin término cuanto no he sido, fui, en ese beso suave, un insecto desprovisto de sus alas, una sílaba pronunciada por gutural voz, una mirada clausurada para siempre. No era necesario morir. Pero lo hice. Son días de morir. Uno hace lo que tiene que hacer. Es todo.