viernes, 30 de marzo de 2018

Uno hace lo que tiene que hacer


¿El mundo es un lugar tan insoportable que no es posible habitarlo sin una sed intensa de no estar?
Viene la pregunta porque los veo ensimismarse, no es posible que la sangre de los que huyen permanezca pura.
Yo no huyo, recordaba anoche, mientras moría, como fue el último día de mi vida: Alguien mencionó al hombre que les tocaba las manos a las niñas pequeñas, que las abrazaba y ellas huían ¡Pobre hombre necesitado de afecto¡
¿Es que nadie sabía que a esa edad necesitaba ser amado? Es que nadie tiene piedad. Es eso.
Simplemente entrar en la noche y desvanecerse. ¿Es todo? Es todo y es simple y no es nada. Hay quienes dicen: “No es para tanto”, es así que vivimos, imaginando que es posible todo y nada tiene remedio. Así es el mundo. Llenémonos de lugares comunes entonces el pecho, el pensamiento, la rabia, sabemos de sobra que toda rabia es inútil ante la nada.
Mi último día en la vida fue un sereno estar, un ávido leer sobre la muerte. Yo había amado antes. Todos lo hemos hecho. Es sólo que pretendemos no hacerlo. Nos escondemos en nuestros errores, y desde ahí, como tras árboles corpulentos, nos ocultamos de la verdadera vida, que, supongo, es equivocarse. Pretendemos alguna vez que todo salga bien. Queremos que nuestros sueños se cumplan, pero eso es imposible, porque hemos soñado siempre ser dueños de otros. Y la única dueña de todo es la muerte.  Por eso él murió. Por eso el último día que estuve en la vida supe del hombre que acariciaba las manos de las niñas pequeñas, y ellas, asustadas, huían.
¿A dónde envié yo a aquel mentecato a escribir el libro de nuestras conversaciones? Lo mandé al silencio, de donde quizá jamás debió haber salido. Porque lo tuve por un dios. Y es de risa loca. Es tratar de pagar el boleto de entrada al manicomio. Nadie paga por eso. Pero yo me empeñé durante un buen año en pertenecernos, cuando él era sólo de su ego y yo de mi engaño, como quien pertenece a una secta, yo pertenecía a mi autoengaño y él era bienvenido a hacer su papel que tan mal jugó, si lo hubiera hecho bien aquí estaría y no lo hubiera enviado a escribir el libro de nuestras conversaciones. No era difícil, eso pensé, pero para él sólo fue imposible. No estaba en su naturaleza, dijo. Y yo seguiré pensando siempre que el último día de mi vida él no estuvo en mi pensamiento, y eso está bien. Estaba la imagen de mi cabello derramado sobre la almohada, estuvo el recuerdo de mi muerto más amado. Porque sólo él ha dado el amor más perfecto. Nadie ama más que un muerto, nadie da los silencios perfectos que todos necesitamos. Yo necesitaba su cuerpo y él ¿qué de mí? Todavía no lo sé. No he de saberlo nunca. Y frases como éstas me encantan. Me enredo demasiado para no saber que soy yo quien teje la telaraña. Y que la saliva con que hago las redes que me introyectan y me disparan hacia el pensamiento de otros con quienes no he de conversar ya, es la misma con la que saboreo el delicioso aroma del silencio, donde he de quedarme hasta nuevo aviso. ¿Creo en la reencarnación? A estas alturas no creo en nada, sólo en mi decisión de quedarme parada en seco. En silencio, como corresponde a los muertos. He de hacer lo que se debe hacer por una vez. Callarme. Escuchar las voces de otros muertos contando parsimoniosamente sus andares por la vida. Callarme. Ahora que una música telúrica se me viene encima. Ahora que esa voz grandilocuente dice nada. ¿Puedo ser un muerto silencioso? Nadie ha dicho que los muertos no se pasan el tiempo cantando a voz en cuello hermosas arias. Nadie ha dicho que los muertos no saben aporrear las teclas de una máquina para verbalizar así sus hondos pensamientos, haciendo una gruta dentro de quienes leen, una gruta dentro del pensamiento, dentro de los recuerdos que se esconden en los pliegues del cuerpo, esos lugares donde, dicen, duele la ausencia.
No desespero de mí. Me he tomado la medida. Abro y cierro los labios, puedo hacer lo mismo con los pensamientos. Lo importante es estar consciente. Saber que el último día de mi vida no pude dormir, que era de noche aunque fuera el último instante, que todo instante tiene su reflejo en el tiempo, que nada es sencillo, o que todo es de una simpleza apabullante, como este sol que pinta de blanco la barda donde se dibuja un cuadriculado perfecto, ese haz de luz que hace mi cárcel, libremente elegida para no derramarme en el mundo, para no huir de mi misma corriendo con los cabellos al aire igual a esos fantasmas, los más amados, los que más aman y han olvidado morir en su intento por seguir amando. ¿Qué era amar? Ellos no alcanzan a hacerse esa pregunta, pregonan por los caminos de la noche y el sueño su insensatez, su incredulidad ante la inexistencia propia. ¿Cómo es posible una traición de ese tamaño? ¿Quién, como dijo Barthes, fue capaz de inventar al mismo tiempo el amor y la muerte?
De naturaleza insomne, de huellas de sueños no advertidos, de clara influencia megalomaníaca se visten los  dorados visos de no ser nada, ese tópico tan universalmente desprovisto de gracia. Nada y todo. Miseria y maravilla. Asco ante la muerte. Desmesura. No hay acto más desmesurado que morir.
Estos son días de morir, por eso he muerto anoche, por eso me transformo en solo sonido y lo que amé se va convirtiendo en telaraña. Puedo argumentar el resultado de todos mis errores, puedo traducir a golpes de pecho cada estupidez cometida. Y no es necesario. Ahora lo sé.  No necesito retribuir a la vida nada, ni ella a mí. Cargo con mi condición de cadáver como antes cargué con la falsa certidumbre de no morir nunca. Sé que cuando llegue el momento ni me daré cuenta. ¿O sí? Supe anoche claramente que fue ese instante, que hasta ahora lame mis pies como el mar, que fui besada dulcemente por la muerte y me transformé en otra cosa, en algo distinto a este verbalizar sin término cuanto no he sido, fui, en ese beso suave, un insecto desprovisto de sus alas, una sílaba pronunciada por gutural voz, una mirada clausurada para siempre. No era necesario morir. Pero lo hice. Son días de morir. Uno hace lo que tiene que hacer. Es todo.