martes, 6 de enero de 2009

No como un acto de barbarie *

A Paul Celan

Soñé que era un caballo y no tenía miedo de la muerte. Tú, ¿hubieras vuelto si te hubiese recibido con esta frase? El volvió. Y nos quedamos toda la tarde conversando, bebimos café y nos reímos de unos que iban corriendo por allí. En otras tardes bebimos café en otros lugares. Y dentro de su boca, esperanzada en ser oculta por sus labios, su lengua temblaba. Yo amaba su pelo. Él no sé, tal vez la noche, caminar hasta el cansancio hablando de cosas leves, como leve era el viento aquella noche. Y guardé su abrazo. Hasta el día de hoy, en que no sé si estará conmigo pronto. Éramos todo, el insoportable e indescriptible todo aquellas tardes, él lo sabía, por eso su abrazo al despedirnos. Yo lo sabía, por eso la necesidad de la despedida, aunque quisiéramos seguir mirándonos, abrazados. La luz del amanecer, tal vez, habría de romper esa red que nuestras palabras iban haciendo cada tarde, la frase no dicha que nuestras manos gritaban al estrecharse, sólo nos faltaba pronunciar el nombre de lo que sentíamos. No era posible que un beso interrumpiera la conversación, no sería pertinente prolongar el abrazo más allá de lo dictado por la prudencia.
Nombres de ciudades en nuestros labios, poemas a la muerte, de la muerte, regresando poemas de la muerte. Y la historia del poeta que no murió cuando debía. ¿Cuándo debe morir el que asiste a la muerte de quien ama? Nosotros no teníamos prisa por morir, por estar vivos tampoco, por eso éramos como caballos en los pastizales, ajenos a la muerte y jamás imaginaríamos ver con las oscuras esferas de nuestros ojos de caballo, que las piedras habrían de florecer, que alguien sería muerto por los tulipanes. Celan sí, quizá antes de la muerte no, pero en la lucidez ganada a la muerte, en los años ganados a la muerte, sí, bajo un cielo sin estrellas, lo vió; sí, Celan, anagrama de Antschel —judíos de lengua alemana, súbditos del Imperio Austrohúngaro— sí.
Pero es cierto, soñé que era un caballo y no tenía miedo de la muerte. Tú, ¿has soñado conmigo?
Lo sé ahora, toda palabra habría de resultar insustancial, insípida, si en la historia de la tierra existió un día el poeta, y las formas de la muerte que le visitaban al mirar la hierba, al contemplar los tulipanes. ¿Cuándo debe morir un hombre? El buscó la vida, huyó de la muerte y ellos se quedaron aquella noche en casa, al volver el lunes ya no estaban, sus padres ya no estaban. ¿Cuándo debe morir un hombre?
Después habríamos de entender por qué había noches sin necesidad de estrellas: porque la muerte necesita oscuridad, “estar más desnuda que lo oscuro en lo negro”. Lo que quizá nunca sabremos es cuándo debe morir un hombre. Celan. Paul Celan entre libros de poesía escritos en alemán, cantando la canción de la dama en la sombra, que silenciosa troncha tulipanes y provoca así un alud de preguntas, una descripción de aquel hombre que llevaba su pelo, el cual se fue el año que amaba, y vendría luego Ossip e intercambiarían brazos, manos y dedos y líneas de la mano e historias, y vendría la imagen de la sangre bebida, en la que contemplaron el rostro de su dios sufriendo, ese dios al que no habremos de comprender jamás nunca. No yo. Porque tampoco he de saber, mientras viva, cuándo debe morir un hombre.
Y aquella tarde alguien le escuchó decir sus poemas, a ese hombre de cuarenta y siete años que (¿Celan, por qué?) en 1970 se suicidara, pero vive aún, leyendo con entonación perfecta pues así habría de recordarlo, sabiendo, en palabras de su maestro, que su poesía es, fue y será la cicatriz del mundo, donde los colores brillan de manera nueva, como a los ojos de un recién nacido, porque haber sido tocado por la muerte en la más oscura, en la más oculta fibra de su ser (allí donde el amor a los padres no ha de morir) es como ser tocado por la vida de manera nueva, irrepetible.
Yo amo tu lejanía, por eso Celan, su poema, es mi palabra, y me cubre con su dolor diciendo: En la fuente de tus ojos/ viven las redes de los pescadores del mar errante. / En la fuente de tus ojos / mantiene el mar su promesa. / Aquí arrojo un corazón que vivió entre los hombres, / mi ropa y el fulgor de un juramento: / me encuentro más desnudo que lo obscuro en lo negro. / Sólo al renegar soy fiel. / Soy tú cuando soy yo. / En la fuente de tus ojos / robo y sueño. / Una red capturó otra red: / nos separamos enlazados. / En la fuente de tus ojos / un ahorcado estrangula la soga. (1)
“Nos separamos enlazados”: todo luto queda atrás, el innominado sentir que a tus ojos asoma tras el último abrazo, es como la noche sin estrellas, es como este amor que siento y tiene un par de palabras que decir, pero no las dice, porque la muerte no puede tocar lo que no tiene nombre, y pronunciar una palabra o dos, no me aparta ni me aleja de tus ojos negros, ellos son mi oscura noche sin estrellas.
No habremos de saber cuando un hombre debe morir. Celan, es como reducirse a polvo saber de la muerte que Alemania (¿quién es esa cruel, tiene rostro, nombre verdadero?) lanzara desde sus brazos hacia nosotros todos. Heridos desde entonces en lo hondo todos. Convencidos, huecos, si la lengua adánica no lograse el prodigio de reconciliarnos con el todo, haciéndonos saber: Somos Alma hablante. ¿Qué más, para qué más? Sólo la húmeda piedra florecida, sólo el silencio en que habrá de florecer.
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* A principios de los años cincuenta, Theodor W. Adorno escribió que, después de Auschwitz, escribir un poema era un acto de barbarie. Quince años más tarde, al leer la poesía de Paul Celan, rectificó su sentencia y escribió que el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a expresarse, a pesar de todos los pesares, como el torturado tenía el derecho a gritar, y que por esa misma razón él se había equivocado.

(1) Poema de Paul Celan: Elogio de la lejanía, traducción de José María Pérez Gay