¿El mundo es un lugar tan insoportable que no es posible
habitarlo sin una sed intensa de no estar?
Viene la pregunta porque los veo ensimismarse, no es posible
que la sangre de los que huyen permanezca pura.
Yo no huyo, recordaba anoche, mientras moría, como fue el
último día de mi vida: Alguien mencionó al hombre que les tocaba las manos a
las niñas pequeñas, que las abrazaba y ellas huían ¡Pobre hombre necesitado de
afecto¡
¿Es que nadie sabía que a esa edad necesitaba ser amado? Es
que nadie tiene piedad. Es eso.
Simplemente entrar en la noche y desvanecerse. ¿Es todo? Es
todo y es simple y no es nada. Hay quienes dicen: “No es para tanto”, es así
que vivimos, imaginando que es posible todo y nada tiene remedio. Así es el
mundo. Llenémonos de lugares comunes entonces el pecho, el pensamiento, la
rabia, sabemos de sobra que toda rabia es inútil ante la nada.
Mi último día en la vida fue un sereno estar, un ávido leer
sobre la muerte. Yo había amado antes. Todos lo hemos hecho. Es sólo que
pretendemos no hacerlo. Nos escondemos en nuestros errores, y desde ahí, como
tras árboles corpulentos, nos ocultamos de la verdadera vida, que, supongo, es
equivocarse. Pretendemos alguna vez que todo salga bien. Queremos que nuestros
sueños se cumplan, pero eso es imposible, porque hemos soñado siempre ser
dueños de otros. Y la única dueña de todo es la muerte. Por eso él murió. Por eso el último día que
estuve en la vida supe del hombre que acariciaba las manos de las niñas
pequeñas, y ellas, asustadas, huían.
¿A dónde envié yo a aquel mentecato a escribir el libro de
nuestras conversaciones? Lo mandé al silencio, de donde quizá jamás debió haber
salido. Porque lo tuve por un dios. Y es de risa loca. Es tratar de pagar el
boleto de entrada al manicomio. Nadie paga por eso. Pero yo me empeñé durante
un buen año en pertenecernos, cuando él era sólo de su ego y yo de mi engaño,
como quien pertenece a una secta, yo pertenecía a mi autoengaño y él era
bienvenido a hacer su papel que tan mal jugó, si lo hubiera hecho bien aquí
estaría y no lo hubiera enviado a escribir el libro de nuestras conversaciones.
No era difícil, eso pensé, pero para él sólo fue imposible. No estaba en su
naturaleza, dijo. Y yo seguiré pensando siempre que el último día de mi vida él
no estuvo en mi pensamiento, y eso está bien. Estaba la imagen de mi cabello
derramado sobre la almohada, estuvo el recuerdo de mi muerto más amado. Porque
sólo él ha dado el amor más perfecto. Nadie ama más que un muerto, nadie da los
silencios perfectos que todos necesitamos. Yo necesitaba su cuerpo y él ¿qué de
mí? Todavía no lo sé. No he de saberlo nunca. Y frases como éstas me encantan.
Me enredo demasiado para no saber que soy yo quien teje la telaraña. Y que la
saliva con que hago las redes que me introyectan y me disparan hacia el
pensamiento de otros con quienes no he de conversar ya, es la misma con la que
saboreo el delicioso aroma del silencio, donde he de quedarme hasta nuevo
aviso. ¿Creo en la reencarnación? A estas alturas no creo en nada, sólo en mi
decisión de quedarme parada en seco. En silencio, como corresponde a los
muertos. He de hacer lo que se debe hacer por una vez. Callarme. Escuchar las
voces de otros muertos contando parsimoniosamente sus andares por la vida.
Callarme. Ahora que una música telúrica se me viene encima. Ahora que esa voz grandilocuente
dice nada. ¿Puedo ser un muerto silencioso? Nadie ha dicho que los muertos no
se pasan el tiempo cantando a voz en cuello hermosas arias. Nadie ha dicho que
los muertos no saben aporrear las teclas de una máquina para verbalizar así sus
hondos pensamientos, haciendo una gruta dentro de quienes leen, una gruta
dentro del pensamiento, dentro de los recuerdos que se esconden en los pliegues
del cuerpo, esos lugares donde, dicen, duele la ausencia.
No desespero de mí. Me he tomado la medida. Abro y cierro
los labios, puedo hacer lo mismo con los pensamientos. Lo importante es estar
consciente. Saber que el último día de mi vida no pude dormir, que era de noche
aunque fuera el último instante, que todo instante tiene su reflejo en el
tiempo, que nada es sencillo, o que todo es de una simpleza apabullante, como
este sol que pinta de blanco la barda donde se dibuja un cuadriculado perfecto,
ese haz de luz que hace mi cárcel, libremente elegida para no derramarme en el
mundo, para no huir de mi misma corriendo con los cabellos al aire igual a esos
fantasmas, los más amados, los que más aman y han olvidado morir en su intento
por seguir amando. ¿Qué era amar? Ellos no alcanzan a hacerse esa pregunta,
pregonan por los caminos de la noche y el sueño su insensatez, su incredulidad
ante la inexistencia propia. ¿Cómo es posible una traición de ese tamaño? ¿Quién,
como dijo Barthes, fue capaz de inventar al mismo tiempo el amor y la muerte?
De naturaleza insomne, de huellas de sueños no advertidos,
de clara influencia megalomaníaca se visten los dorados visos de no ser nada, ese tópico tan
universalmente desprovisto de gracia. Nada y todo. Miseria y maravilla. Asco
ante la muerte. Desmesura. No hay acto más desmesurado que morir.
Estos son días de morir, por eso he muerto anoche, por eso
me transformo en solo sonido y lo que amé se va convirtiendo en telaraña. Puedo
argumentar el resultado de todos mis errores, puedo traducir a golpes de pecho
cada estupidez cometida. Y no es necesario. Ahora lo sé. No necesito retribuir a la vida nada, ni ella
a mí. Cargo con mi condición de cadáver como antes cargué con la falsa
certidumbre de no morir nunca. Sé que cuando llegue el momento ni me daré
cuenta. ¿O sí? Supe anoche claramente que fue ese instante, que hasta ahora
lame mis pies como el mar, que fui besada dulcemente por la muerte y me
transformé en otra cosa, en algo distinto a este verbalizar sin término cuanto
no he sido, fui, en ese beso suave, un insecto desprovisto de sus alas, una
sílaba pronunciada por gutural voz, una mirada clausurada para siempre. No era
necesario morir. Pero lo hice. Son días de morir. Uno hace lo que tiene que hacer. Es todo.