Ser en esencia una rata
acostumbrada al hedor de los abismos. Recordar el abecedario y seguir su curso
como un río de aguas negras. Jugar al pequeño dios de los conflictos y hacer
que se mueva el tiempo de atrás para adelante y zigzagueando, como si el sol
saliera a la más mínima seña de mi pata izquierda.
Escurrirse por los meandros de los líquidos que rodean mi
cerebro. Proyectar la próxima trepanación con toda astucia. Reconvenirme a la
hora precisa porque el olor del pan obliga.
Reaparecer sin sorprender. Esclerotizar o erotizar,
escandir la esencia de lo que sólo son líquidos en el cerebro, reacciones
químicas en torno a las circunvoluciones donde giran todos los eventos que
forman nuestra historia: Estruendos, reguero de recuerdos; recogerlos para
armar un ramo de espléndidos amaneceres y decir luego, acariciando los pétalos
de soles recién nacidos: Vine al mundo
para matar al olvido, para hacer que nazcan nuevos amores, cuyo cuerpo es de
palabras. Nací para ser arrancada de la nostalgia.
Para que los temores huyan ser la majestuosa carabela de
madera oscura, donde zarpen todas las ratas del mundo y me hundiré en el
momento exacto, ahíta hasta los bordes de mansedumbre, de la euforia de las
ratas ante la muerte inevitable.
Insoladas mandarinas desde el cielo contemplarán ese espectáculo del navío que muere con todas sus ratas, tragados barco y bestias
por el amado mar bajo el atardecer más hermoso que jamás el universo viera.