…ante
la presencia pura, mutua; mutamos en viajeros del poliedro que se mostraba ante
nosotros desde el cielo, una energía nacida del discurso en que íbamos
penetrando hizo aparecer arcoíris, nubes y mar calmo en el cielo, nada que no
pueda ser comprendido por esa presencia que invocamos y encarnamos en el
corazón del azar, lugar donde no es posible decir “soy”, porque inmersos ahí
todo era nosotros, grito y beso, caricia; sitio donde el temor ha muerto;
paraje para planear como diente de león, impulsado por vientos fríos, cálida
sensación de pertenencia porque “ante” y “dentro” fueron también uno, no
palabras enemigas, sino caras de un poliedro de lados innumerables, como
innúmero es el acto desplegado en interminables actos apenas perceptibles en la
imagen de un rostro, en la sensación de acariciar un oído, en la repetición
incesante de un gesto semejante a la danza originaria del mar; no hay caminos cerrados
a esa sensación innúmera de ser el otro en su esencia, en su raíz más honda; y
ante tal realidad el lenguaje que sirve para decir agua y sed; palidece, se
repliega, abriéndose a la vez en verbos recién nacidos, en vocativos
impronunciables, adivinados sólo en una mirada, en la posición de las manos, de
los labios, en el minuto del beso que también es innúmero. ¿Qué universo tomó
cuerpo aquél instante que fue un día que contuvo todo un siglo de vivencias,
cómo ha de entenderse esa fracción de tiempo, qué necesidad lleva a querer
nombrarlo? Es el deseo de que su eternidad no sea diluida en el correr de las
horas, es detener el cauce de ese río en el que fuimos piedra y agua, arcoíris
y mar desmayado en el cielo, ¿por qué dibujar cartografías en la piel de los
labios, en el cabello durante su danza con un rostro que eran todos; en el
movimiento apto para alimentar o dar muerte al uroboro, por qué nombrar al
prodigio? Por un hambre que va más allá de la epidermis y ordena que todo
milagro debe ser sopesado con la ilusión de transformarlo en dibujo que pueda
ser reproducido; pero ese padecer es tan ingenuo como el calcular el perímetro
de las olas, tarea de la más plena locura; porque de infinito no somos pero sí,
lo somos, ese día donde siglos fueron vividos da cuenta de que es así.
domingo, 29 de julio de 2018
I.
Somos el vocabulario del infinito, la conciencia deseante que lucha consigo misma, ebrio error del pasado y lúcida ergonomía de la eternidad, hacia el centro de nosotros mismos corremos inmóviles. Yo no día creer que todo eso fuera cierto, por eso chocaba con tu cuerpo en la escalera y prefería alejarme. Me desbordaba, me desbordabas, era como un vaso lleno de realidad. Pero mira, en medio del ruido de un mercado siento venir al silencio, lo acomodo junto a mí, le haga lugar ahí, donde estoy, donde soy. Sé que el agua ha vuelto a ser el agua, sólo me contiene, me abrazo mientras braceo hacia la orilla. Estoy respirando, conteniendo la respiración, dejando a mis pulmones que esperen, como espero yo, de pronto el cielo es sólo ese lugar donde un par de aves planean mientras siento en mi espalda la dureza del piso, el frío. Es sólo un minuto lleno de trinos de pájaros que no veo. Entiendo que el silencio me acompaña, le digo muy quedo que yo puedo ser una palabra, él se ríe, sigue sin decir nada, esa es su naturaleza, la mía es desdoblarme en las palabras que soy las que no entiendo, mientras un viento frío toca mi brazo izquierdo. Hacia el dentro camina esa voz que somos, yo te pregunto y sueltas una risa tenue, aminoro el paso entonces, juego a ser invisible, me callo también. ¿A las palabras qué…? Ella no tienen miedo, no saben a qué sabe, han reptado despacio por la escalera y ya se me suben por los pies, danzan sobre mis piernas, rodean mi ombligo, las siento en la espalda, son suaves, en mi cuello se divierten jugando a los diptongos, se enredan en mi pelo y bordean mis orejas, ya están en mi frente y nada comunican, sólo su existencia que es la mía, que es la nuestra, porque somos siempre otros.
II.
No hay eternidad disponible. Somos palabras como frutos de un huerto, algo así dijiste, algo así entendí. En la dura tarea de desaprender me regalaste un montón de palabras. A veces sí puedo reír de mí. Cuando no eres de nadie puedes ser de todos. Eso es verdad. Vecinos cercanos del infierno, sin querer replicamos las voces adoloridas; nada nuevo, tal vez efecto de un eco involuntario. Sentarse y oír el silencio. ¿Difícil? A veces. Demasiadas veces he dejado mi cuerpo a la orilla de recuerdos vagos, de sonrisas difíciles. Nada como desear la muerte para odiar la vida, sin embargo, pese a todo pasa un ángel y se recupera la compostura, se olvida uno de uno mismo y vuelve a cantar canciones como quien se pone ese vestido que le dijeron va bien ahora que hace calor, ahora que hace frío. Se desaprende, se reajusta, se encomienda uno a los dioses más diversos, si es necesario los inventa, porque de padeceres está lleno el cielo (ése que nos dijeron que nos será dado luego de jugar al masoquista en esta tierra) de padeceres suavizados por caricias de ala de ángel, y si será entonces, ¿para qué esperar?, ¿por qué no reacomodar las sílabas de las escrituras –sagradas o no-? Intervenimos entonces el mausoleo, dibujamos lentes y orejas de marciano a los dioses que nos dieron, le rodeamos los bigotes de espuma a los más sacros filósofos y nos acercamos a los adoloridos miembros de esa pléyade de sufridores sonriendo sarcásticamente; nada nos detiene, nada nos arredra, desparasitamos nuestro espíritu y volvemos la vista hacia nuestros propios intestinos prístinos, desecamos la ausencia, nos tragamos las lágrimas de cocodrilo o de lechuza, de los animales varios en que nos vamos trocando. ¡Ah la brisa marina nos hace estrellas de tentáculos suaves! Nos infla los pulmones como las alas del velero, transmuta nuestros brazos en los leños para acunar al primer Robinson que en el imaginario pace como dulce animal enamorado de la hierba. El aire de la montaña nos hace correr como a esas alimañas tiernas que se ocultan bajo las piedras. Somos el más taimado y feroz pintor de cuevas rupestres, cortamos las manos de los muertos y con ellos hacemos los diseños más audaces, no porque amemos la sangre, es sólo que el arte es el que rige nuestros días, por eso, siendo otros y como siempre el único y el mismo, vamos por las ciudades y vemos pasar un ángel, inconscientemente entonces cantamos: “No se ha dado cuenta que , que en mis pensamientos, me gusta, no se ha dado cuenta que le amo, que cuando pasa la estoy mirando, que estando despierto la estoy soñando. Que de mi vida ya se ha adueñado, que en mis pensamientos, ella siempre ha estado”.
Somos el vocabulario del infinito, la conciencia deseante que lucha consigo misma, ebrio error del pasado y lúcida ergonomía de la eternidad, hacia el centro de nosotros mismos corremos inmóviles. Yo no día creer que todo eso fuera cierto, por eso chocaba con tu cuerpo en la escalera y prefería alejarme. Me desbordaba, me desbordabas, era como un vaso lleno de realidad. Pero mira, en medio del ruido de un mercado siento venir al silencio, lo acomodo junto a mí, le haga lugar ahí, donde estoy, donde soy. Sé que el agua ha vuelto a ser el agua, sólo me contiene, me abrazo mientras braceo hacia la orilla. Estoy respirando, conteniendo la respiración, dejando a mis pulmones que esperen, como espero yo, de pronto el cielo es sólo ese lugar donde un par de aves planean mientras siento en mi espalda la dureza del piso, el frío. Es sólo un minuto lleno de trinos de pájaros que no veo. Entiendo que el silencio me acompaña, le digo muy quedo que yo puedo ser una palabra, él se ríe, sigue sin decir nada, esa es su naturaleza, la mía es desdoblarme en las palabras que soy las que no entiendo, mientras un viento frío toca mi brazo izquierdo. Hacia el dentro camina esa voz que somos, yo te pregunto y sueltas una risa tenue, aminoro el paso entonces, juego a ser invisible, me callo también. ¿A las palabras qué…? Ella no tienen miedo, no saben a qué sabe, han reptado despacio por la escalera y ya se me suben por los pies, danzan sobre mis piernas, rodean mi ombligo, las siento en la espalda, son suaves, en mi cuello se divierten jugando a los diptongos, se enredan en mi pelo y bordean mis orejas, ya están en mi frente y nada comunican, sólo su existencia que es la mía, que es la nuestra, porque somos siempre otros.
II.
No hay eternidad disponible. Somos palabras como frutos de un huerto, algo así dijiste, algo así entendí. En la dura tarea de desaprender me regalaste un montón de palabras. A veces sí puedo reír de mí. Cuando no eres de nadie puedes ser de todos. Eso es verdad. Vecinos cercanos del infierno, sin querer replicamos las voces adoloridas; nada nuevo, tal vez efecto de un eco involuntario. Sentarse y oír el silencio. ¿Difícil? A veces. Demasiadas veces he dejado mi cuerpo a la orilla de recuerdos vagos, de sonrisas difíciles. Nada como desear la muerte para odiar la vida, sin embargo, pese a todo pasa un ángel y se recupera la compostura, se olvida uno de uno mismo y vuelve a cantar canciones como quien se pone ese vestido que le dijeron va bien ahora que hace calor, ahora que hace frío. Se desaprende, se reajusta, se encomienda uno a los dioses más diversos, si es necesario los inventa, porque de padeceres está lleno el cielo (ése que nos dijeron que nos será dado luego de jugar al masoquista en esta tierra) de padeceres suavizados por caricias de ala de ángel, y si será entonces, ¿para qué esperar?, ¿por qué no reacomodar las sílabas de las escrituras –sagradas o no-? Intervenimos entonces el mausoleo, dibujamos lentes y orejas de marciano a los dioses que nos dieron, le rodeamos los bigotes de espuma a los más sacros filósofos y nos acercamos a los adoloridos miembros de esa pléyade de sufridores sonriendo sarcásticamente; nada nos detiene, nada nos arredra, desparasitamos nuestro espíritu y volvemos la vista hacia nuestros propios intestinos prístinos, desecamos la ausencia, nos tragamos las lágrimas de cocodrilo o de lechuza, de los animales varios en que nos vamos trocando. ¡Ah la brisa marina nos hace estrellas de tentáculos suaves! Nos infla los pulmones como las alas del velero, transmuta nuestros brazos en los leños para acunar al primer Robinson que en el imaginario pace como dulce animal enamorado de la hierba. El aire de la montaña nos hace correr como a esas alimañas tiernas que se ocultan bajo las piedras. Somos el más taimado y feroz pintor de cuevas rupestres, cortamos las manos de los muertos y con ellos hacemos los diseños más audaces, no porque amemos la sangre, es sólo que el arte es el que rige nuestros días, por eso, siendo otros y como siempre el único y el mismo, vamos por las ciudades y vemos pasar un ángel, inconscientemente entonces cantamos: “No se ha dado cuenta que , que en mis pensamientos, me gusta, no se ha dado cuenta que le amo, que cuando pasa la estoy mirando, que estando despierto la estoy soñando. Que de mi vida ya se ha adueñado, que en mis pensamientos, ella siempre ha estado”.
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