viernes, 31 de diciembre de 2010

Paisaje

Me gusta estar sentada aquí en el comedor de mi casa. Me gusta la vista que se contempla desde el fregadero, desde esta silla. Veo la puerta de la calle. Alguien vendrá, o no, no importa. Escucho el piloto encendido del boiler. ¿Qué espera la muerte para venir por mí? Lo digo sin dolor y sin melodrama. Ella es, como dice Jodorowsky, mi dama de compañía. La espero sin miedo, sin prisa, sin preocupación. He hecho suficientes cosas en mi vida. Ya puede venir. Estoy satisfecha. He bebido algo de sidra en la oficina, claro, el brindis de fin de año. Estoy bien. Hace frío. Todo lo que tengo no es mío. Cuando yo muera Jazmín hará con ello lo que tenga que hacer, yo me limito a cuidarlo ahora. Mis conchas, tan preciadas, tendrán mejor destino o volverán al mar, no sé, tampoco importa. He comprendido, lo dijo Le Clézio, nuestra vida es parte de un proceso que no termina con nuestra muerte. Así que puedo estar tranquila, escribir, comer, dormir, olvidar, odiar, amar, esperar, cantar, lo que sea, todo es efímero, y así está bien.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Ante el palacio de la significación en ruinas

Yo no sé quién soy. Ese es el problema. Diestra en el manejo de disfraces, entro en ellos como en una bolsa de plástico. A partir del momento en que soy observada por los otros dentro de un disfraz, empiezo a creer que yo soy eso. Divago. Eso hago cada día. Me represento a mí misma como una niña que llora, como una mujer que espera, como un mueble que suda, como un talismán perdido; y así, poco a poco o en flashazos deslumbrantes, quienes me ven imaginan que estoy perfectamente consciente de mi tarea en la vida, misma que cumplo a cabalidad dentro de la bolsa de plástico que en esa oportunidad me contenga. De este modo, he sido la perfecta víctima de mis pasiones, desgarrada entre la realidad y el deseo, demasiado adolorida para defenderme del impulso criminal de autoflagelarme, he ahí entonces que me intoxiqué pretendiendo encontrar un poco de alegría en medio del desmembramiento propio de una ruptura amorosa, porque entré en la bolsa plástica de amante traicionada, me encolericé conmigo misma, esa parte razonable de mí no cesaba de mesarse los cabellos, incomprendiendo a la que se tragaba con un poco de leche la yerba que habría de lastimarme más allá de lo físico.

Hecho pues el experimento me convencí de que dejé de ser yo para transformarme en aquel que decapitara días antes mi esperanza, la torpe ilusión de ser uno en su carne y en su pensamiento.

Sea pues, me dije, tomé el extraño bebedizo, se desligaron mis sentidos del imperio de lo que hasta entonces conocía como "normal" y encontré una euforia que de breve exaltación se fue transformando en sinfonía ensordecedora. Sí, tenía entendido que todo lo vivo y lo muerto mora dentro de mí, pero nunca había advertido sus voces todas, manifestándose a un tiempo. Fue así que escuché los latidos de mi corazón mientras afirmaba convencidísima que habría de comerme a todos los fantasmas que pretendían trozar en grandes gajos mi corazón para devorarlo. ¿Podría desprenderse de tal entusiasmo superlativo alguna rendija por la cual penetrara la cordura en mí? Jamás. Lo supe a las pocas horas, al intentar meterme en la bolsa de ciudadana respetable, quien, a pesar de detenerse muy seria en la esquina de cierta avenida al amanecer y tomar ahí un taxi, no pudo evitar ser una especie de pez globo divagando por las aceras de una ciudad oscura.

Era tanta mi hambre de pertenencia que quienes se cruzaron conmigo aquel amanecer me regalaron sus confidencias, transformándome al escucharlas en madre sufriente, anciano resignado, adolescente optimista, ¿integrada en el devenir del universo entero sin pretenderlo? Quizá, pues mi mirada era magma de todo cuanto advertía: los colores, las personas que me perseguían y se hacían señas a mi paso, el concreto que cubre las calles en las aceras, el pálido tono de las hojas mecanografiadas, el verde de los azulejos que semejaban abismos en los baños, las palabras que me envolvían desde las gargantas de los otros, todo eso y mi enorme gana de pertenecer me alejaban del mundo propiamente dicho, o me hacían gota de lluvia disuelta en tibios mares. Rotas todas las bolsas de los posibles disfraces, me disgregué, me adherí a la existencia como nunca antes ni después.

Pasada la intoxicación sólo me quedó amarme profundamente, llorar por la que se había ido para siempre y ahora no era ni quien quise ser al sacrificar mi cordura, ni ninguna otra cosa.

Disuelta entonces en la existencia y portando un cuerpo de tan lejano aquí tan cierto, me nombro yo, me obligo a imaginarme unida aún sabiendo que soy, ciertamente, una pregunta incontestable, un magma de tiempo, un delirio, una aguja de luz, un mero pretexto, sinonimia: monótona igualdad, línea que corta el horizonte, denso anhelo, olvido, ave, alcatraz...

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Oda a la que fui

Hoy acudo a mi propio funeral. Ninguno de los que lloran sabe mi nombre, pues llevo cubierto el rostro con un velo que cae de un breve sombrero azul rey. Yo sé quien soy. Nadie más. Miro mi cuerpo sin vida: ya no haré preguntas, ya no buscaré ser besada, ya no escribiré ni incoherencias ni trabalenguas, se acabó la obsesión con las horas, el odio al reloj, el amor a las nubes, la terca necesidad de besar una piel suave, como la de mis hombros.
Vengo a mirarme con indiferencia, sabía que iba a encontrarme con este guante sin mano, con este sueter sin frío, con esta cosa que no soy. Como lo sabía, nada concluyo. No hay filosofía que atraviese este minuto, ni luz resplandeciente que lo enmarque, porque sé que hasta en sueños amaba los columpios, que la sangre menstrual nunca dejó de sorprenderme, que fui una oveja más, que amé tantísimo a personas que nunca vi sino a través de sus palabras, de mis lecturas.
Me creí el cuento de ser una con el universo, por eso, acepté mi soledad y agradecí al ladrón por robar mi dinero, al fin y al cabo a quien se robaba era a sí mismo, se quitaba, quitándome unos pesos, su dignidad, su respeto por sí mismo.
Así pues éramos todos uno: su avidez y mi desdicha, mi ambición y su falta de carácter; estuvimos juntos en el mismo viaje, y aunque yo gritaba contra las injusticias y veía claramente que los otros nos odiaban, él sonreía y transformaba un beso en un abrazo y mi cuerpo en un castillo, en una catedral donde se oficiaban ritos al dios Eros, desde la más alta de sus torres hasta los oscuros calabozos donde tenía a buen resguardo mis temores.
Compartimos, los cobardes y yo, la seguridad de mirarnos para nada, pero absolutamente convencidos de que en esa mirada creábamos universos, pues con toda tranquilidad podríamos haber muerto tras un beso, y si no dejamos de respirar en el abrazo más estrecho, sólo fue porque éramos hijos del instante y el dios Cronos no apeteció comernos; ligeros pues seguimos como esporas al viento, e insistimos en el beso con vocación de ausencia, conscientes de que la muerte nos tocaba siempre con sus dedos de lluvia, habitaba el palacio que éramos con su aliento verde y rosado, ¿no eran de ese color los mapas que hice cuando escuché la voz que amaba? No eran de esos tonos las columnas de la fortaleza donde reverberó la voz amada y silenció el rumor del mar?
Por esos colores, por ese reírme de mí misma es que sé que no estoy muerta, que ese contenedor de lo que fui y se esconde en este féretro no soy yo, ni sabe nada de mí; me quedo tranquila ahora que lo sé. Poso la mano derecha en esa frente que ya no es mía y de mi pecho mana un mar que inunda el féretro, la habitación, mi casa, y en ese mar, las flores que a los muertos se les consagran se entreveran con mis dedos, con mis brazos, con mis piernas, con el cabello muerto de la muerta que no soy, porque supe un día que estaba viva, eso me hace inmortal, aunque no respire, eso me hace estar viva todavía.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Es

Y si dijese que en este momento amo la vida no mentiría.

Diciembre 16

Explosión de luz las palabras amadas. Las palabras que tras ser signos se transforman en gestos, corporizaciones de la alegría. Nada es mejor, no, nada en esta hora de la tarde en que el silencio parece ser el que dibuja esa claridad deslumbrante sobre los muros blancos. Esta es la vida, esta es la alegría, quiero señalarla como los niños señalan un avión que va por el cielo. Nada más porque sí. Hacer, sí, eso quiero ahora, hacer de ese juego de luces y sombras que se ocultan tras lo blanco, una diminuta dádiva, un regalo que alguien me da y yo lo doy ahora, con la misma simpleza con que el viento me trae el ladrido de un perro, así, sólo porque sí, para que el reloj siga su marcha, para que la alegría se quede en estas palabras, en el aliento que las inspira, y sean imagen breve del tiempo que pasa. ¿Testigo? ¿Miembro del asombro? Voz inarticulada, todo eso, y algo más, manifestación del don de existir.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

15 de diciembre 2010

Todas las mañanas del mundo no suena en mis oídos ahora. Leo palabras de amigos que están lejos. Experimento el silencio en todo su esplendor. Veo las líneas oscuras que hacen objetos concretos sobre la claridad que vierte el sol en la pared. Para eso estoy viva hoy. Escribo como si cortara una naranja. Veo como si fuera el último acto. Leo. Siento frío en la mano derecha. No soy estas palabras y sí. En el último territorio que es también el primero me compacto, hablo de mi cuerpo, del minuto presente. Hablo de no estar y de inevitablemente continuar. Gracias de todos modos. Gracias es la palabra, la primera palabra que digo en voz alta este día.
Gracias.