miércoles, 22 de diciembre de 2010

Oda a la que fui

Hoy acudo a mi propio funeral. Ninguno de los que lloran sabe mi nombre, pues llevo cubierto el rostro con un velo que cae de un breve sombrero azul rey. Yo sé quien soy. Nadie más. Miro mi cuerpo sin vida: ya no haré preguntas, ya no buscaré ser besada, ya no escribiré ni incoherencias ni trabalenguas, se acabó la obsesión con las horas, el odio al reloj, el amor a las nubes, la terca necesidad de besar una piel suave, como la de mis hombros.
Vengo a mirarme con indiferencia, sabía que iba a encontrarme con este guante sin mano, con este sueter sin frío, con esta cosa que no soy. Como lo sabía, nada concluyo. No hay filosofía que atraviese este minuto, ni luz resplandeciente que lo enmarque, porque sé que hasta en sueños amaba los columpios, que la sangre menstrual nunca dejó de sorprenderme, que fui una oveja más, que amé tantísimo a personas que nunca vi sino a través de sus palabras, de mis lecturas.
Me creí el cuento de ser una con el universo, por eso, acepté mi soledad y agradecí al ladrón por robar mi dinero, al fin y al cabo a quien se robaba era a sí mismo, se quitaba, quitándome unos pesos, su dignidad, su respeto por sí mismo.
Así pues éramos todos uno: su avidez y mi desdicha, mi ambición y su falta de carácter; estuvimos juntos en el mismo viaje, y aunque yo gritaba contra las injusticias y veía claramente que los otros nos odiaban, él sonreía y transformaba un beso en un abrazo y mi cuerpo en un castillo, en una catedral donde se oficiaban ritos al dios Eros, desde la más alta de sus torres hasta los oscuros calabozos donde tenía a buen resguardo mis temores.
Compartimos, los cobardes y yo, la seguridad de mirarnos para nada, pero absolutamente convencidos de que en esa mirada creábamos universos, pues con toda tranquilidad podríamos haber muerto tras un beso, y si no dejamos de respirar en el abrazo más estrecho, sólo fue porque éramos hijos del instante y el dios Cronos no apeteció comernos; ligeros pues seguimos como esporas al viento, e insistimos en el beso con vocación de ausencia, conscientes de que la muerte nos tocaba siempre con sus dedos de lluvia, habitaba el palacio que éramos con su aliento verde y rosado, ¿no eran de ese color los mapas que hice cuando escuché la voz que amaba? No eran de esos tonos las columnas de la fortaleza donde reverberó la voz amada y silenció el rumor del mar?
Por esos colores, por ese reírme de mí misma es que sé que no estoy muerta, que ese contenedor de lo que fui y se esconde en este féretro no soy yo, ni sabe nada de mí; me quedo tranquila ahora que lo sé. Poso la mano derecha en esa frente que ya no es mía y de mi pecho mana un mar que inunda el féretro, la habitación, mi casa, y en ese mar, las flores que a los muertos se les consagran se entreveran con mis dedos, con mis brazos, con mis piernas, con el cabello muerto de la muerta que no soy, porque supe un día que estaba viva, eso me hace inmortal, aunque no respire, eso me hace estar viva todavía.

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