sábado, 25 de diciembre de 2010

Ante el palacio de la significación en ruinas

Yo no sé quién soy. Ese es el problema. Diestra en el manejo de disfraces, entro en ellos como en una bolsa de plástico. A partir del momento en que soy observada por los otros dentro de un disfraz, empiezo a creer que yo soy eso. Divago. Eso hago cada día. Me represento a mí misma como una niña que llora, como una mujer que espera, como un mueble que suda, como un talismán perdido; y así, poco a poco o en flashazos deslumbrantes, quienes me ven imaginan que estoy perfectamente consciente de mi tarea en la vida, misma que cumplo a cabalidad dentro de la bolsa de plástico que en esa oportunidad me contenga. De este modo, he sido la perfecta víctima de mis pasiones, desgarrada entre la realidad y el deseo, demasiado adolorida para defenderme del impulso criminal de autoflagelarme, he ahí entonces que me intoxiqué pretendiendo encontrar un poco de alegría en medio del desmembramiento propio de una ruptura amorosa, porque entré en la bolsa plástica de amante traicionada, me encolericé conmigo misma, esa parte razonable de mí no cesaba de mesarse los cabellos, incomprendiendo a la que se tragaba con un poco de leche la yerba que habría de lastimarme más allá de lo físico.

Hecho pues el experimento me convencí de que dejé de ser yo para transformarme en aquel que decapitara días antes mi esperanza, la torpe ilusión de ser uno en su carne y en su pensamiento.

Sea pues, me dije, tomé el extraño bebedizo, se desligaron mis sentidos del imperio de lo que hasta entonces conocía como "normal" y encontré una euforia que de breve exaltación se fue transformando en sinfonía ensordecedora. Sí, tenía entendido que todo lo vivo y lo muerto mora dentro de mí, pero nunca había advertido sus voces todas, manifestándose a un tiempo. Fue así que escuché los latidos de mi corazón mientras afirmaba convencidísima que habría de comerme a todos los fantasmas que pretendían trozar en grandes gajos mi corazón para devorarlo. ¿Podría desprenderse de tal entusiasmo superlativo alguna rendija por la cual penetrara la cordura en mí? Jamás. Lo supe a las pocas horas, al intentar meterme en la bolsa de ciudadana respetable, quien, a pesar de detenerse muy seria en la esquina de cierta avenida al amanecer y tomar ahí un taxi, no pudo evitar ser una especie de pez globo divagando por las aceras de una ciudad oscura.

Era tanta mi hambre de pertenencia que quienes se cruzaron conmigo aquel amanecer me regalaron sus confidencias, transformándome al escucharlas en madre sufriente, anciano resignado, adolescente optimista, ¿integrada en el devenir del universo entero sin pretenderlo? Quizá, pues mi mirada era magma de todo cuanto advertía: los colores, las personas que me perseguían y se hacían señas a mi paso, el concreto que cubre las calles en las aceras, el pálido tono de las hojas mecanografiadas, el verde de los azulejos que semejaban abismos en los baños, las palabras que me envolvían desde las gargantas de los otros, todo eso y mi enorme gana de pertenecer me alejaban del mundo propiamente dicho, o me hacían gota de lluvia disuelta en tibios mares. Rotas todas las bolsas de los posibles disfraces, me disgregué, me adherí a la existencia como nunca antes ni después.

Pasada la intoxicación sólo me quedó amarme profundamente, llorar por la que se había ido para siempre y ahora no era ni quien quise ser al sacrificar mi cordura, ni ninguna otra cosa.

Disuelta entonces en la existencia y portando un cuerpo de tan lejano aquí tan cierto, me nombro yo, me obligo a imaginarme unida aún sabiendo que soy, ciertamente, una pregunta incontestable, un magma de tiempo, un delirio, una aguja de luz, un mero pretexto, sinonimia: monótona igualdad, línea que corta el horizonte, denso anhelo, olvido, ave, alcatraz...

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